En las páginas siguientes presentaré
una nueva teoría, sencilla y elegante, que explica por qué una terapia con
altas dosis de vitamina D3 puede prevenir o curar todas las
epidemias y problemas de salud que padece la humanidad desde los años 80, es
decir, desde el momento en que los médicos por primera vez aconsejaron no
exponerse al sol y utilizar siempre protectores solares. Esta es, precisamente,
la causa de muchas enfermedades comunes a las que nos enfrentamos hoy en día:
adiposidad (obesidad), autismo, asma y muchas otras.
La historia de la vitamina D3
A continuación, me gustaría
dedicar algunos párrafos a la historia de la vitamina D3; quizá
despierte su interés y desee saber más sobre ella.
Es probable que la humanidad ya
conociera la existencia de la vitamina D en la antigüedad. Sin embargo, no fue
hasta 1650 cuando se describió por primera vez a nivel científico un caso de
déficit de vitamina D; por aquel entonces, esta enfermedad se denominaba
raquitismo. Y hasta 1920 no se descubrieron las propiedades de la vitamina D3.
Un científico estaba experimentando con perros que habían pasado toda su vida
en espacios cerrados y no veían nunca el sol. Descubrió que los animales no
desarrollaban raquitismo cuando se les alimentaba con un poco de aceite de
hígado de bacalao. Además, constató que el raquitismo también se curaba si se
exponía a los perros a la luz solar. Más adelante se averiguó que la sustancia
activa presente en el aceite de hígado de bacalao era, precisamente, la
vitamina D3.
¿Qué es el raquitismo? Se trata de una
enfermedad de los huesos muy extendida en el siglo XIX y principios del XX
entre los habitantes de las ciudades europeas y norteamericanas. En aquella
época, la mayor parte de la población trabajaba en fábricas, es decir, en
espacios cerrados, y no recibía suficiente luz solar. Los niños afectados de
raquitismo presentaban problemas de crecimiento, piernas arqueadas y huesos
blandos y débiles; en las mujeres, causaba una deformación de la pelvis tan
pronunciada que solo podían dar a luz mediante cesárea. Cuando los adultos
enfermaban de raquitismo, este doloroso reblandecimiento de los huesos se
denominaba osteomalacia (que significa, precisamente, «huesos blandos» o
«débiles»).
El aceite de hígado de bacalao
contenía un componente desconocido que, aparentemente, curaba este trastorno
deficitario, y la correspondiente sustancia activa recibió el nombre de
«vitamina D», ya que poco antes se habían descubierto las vitaminas A, B y C.
No fueron conscientes del hecho de que no se trataba en absoluto de una
vitamina, sino más bien de un importante esteroide (o secoesteroide), que, por
lo visto, la mayoría de los seres vivos necesita para conservar la salud. La
vitamina D3 no solo está contenida en el aceite de hígado de
bacalao; nuestro cuerpo puede fabricarla si nos sentamos al sol y dejamos que
la luz solar incida sobre nuestra piel desprotegida.
Acción de Vitamina D3
La luz solar aviva una forma inactiva
de la vitamina –muy parecida a D3 y compuesta de colesterina– y la
transforma en una hormona funcional (previamente hay una serie de pasos
intermedios en el hígado y en los riñones, pero en este contexto podemos
olvidarnos de ellos). Las vitaminas D2 y D1 son formas
menos efectivas de la hormona y pueden obtenerse de las plantas a través de la
alimentación; por ejemplo, comiendo hongos que han sido expuestos a radiación
ultravioleta. En general, D1 y D2 se consideran versiones
sintéticas, más débiles y menos valiosas de la hormona animal D3.
(Por cierto, muchas hormonas se forman a partir de la colesterina, por lo que
se las denomina hormonas esteroideas o esteroides; es el caso de D3,
la testosterona, el estrógeno, la DHEA, la progesterona y el cortisol. A nivel
estructural, son todas muy parecidas entre sí; las diferencias son mínimas).
En los soleados meses de verano, la
piel humana produce, por regla general, mucha más vitamina D3 que en
los oscuros meses invernales. Actualmente, la alimentación es la fuente
principal de D3 para muchas personas, aunque antaño obtenían la
mayor parte de la D3 necesaria mediante la luz solar.
El déficit de vitamina D3 está
relacionado con un gran número de enfermedades y trastornos médicos.
Centrémonos por ahora en la obesidad, la depresión, la artritis y la propensión
a resfriarse.
El razonamiento es sencillo: en
primavera y en verano, el cuerpo humano se expone con más frecuencia e
intensidad a la radiación solar, por lo que su nivel de vitamina D3 es
alto y está en continuo aumento. Como consecuencia de la evolución, el cuerpo
sabe que en esta época hay comida abundante, que los días son largos y que todo
está bien. D3, la hormona del sol, comunica al cuerpo que puede
quemar tranquilamente una gran cantidad de energía y emprender diferentes
actividades, ya que hay suficientes alimentos y fuentes de vitaminas
disponibles. Por tanto, D3 nos proporciona muchísima energía, eleva
el nivel de actividad, reduce la sensación de hambre y nos mantiene sanos
(sobre esto hablaré en detalle más adelante).
Cuando llega el invierno en el
hemisferio norte, la producción de la hormona del sol D3 disminuye
drásticamente en las personas que viven en las latitudes septentrionales.
Gracias a la evolución, el cuerpo sabe que se encuentra ante una posible
escasez de alimentos, lo que antaño ocurría con frecuencia en invierno. (Sobre
el tema de la escasez de alimentos en invierno me viene a la memoria la
Expedición Donner. En el invierno de 1846/47, este grupo de colonos se vio
sorprendido por una tormenta de nieve en las montañas de la Sierra Nevada
norteamericana y quedó atrapado durante meses. Para sobrevivir, los colonos
recurrieron al canibalismo. Solo se salvaron 48 de los 87 miembros iniciales).
Si usted fuera un oso que habita en el
norte, un nivel bajo y decreciente de D3 le indicaría a su cuerpo
que debe prepararse para la hibernación. En los osos negros norteamericanos,
por ejemplo, el nivel de vitamina D3 en verano es de 23 nmol/l (o 10
ng/ml), y durante la hibernación desciende a 8 nmol/l (3 ng/ml). La disminución
de D3 se compensa a través de un fuerte aumento de una forma
inactiva de la vitamina D; en el caso del oso, mediante la pseudovitamina D2.
El oso se prepara para la hibernación comiendo todo lo que puede a fin de ganar
el máximo peso posible y poder sobrevivir al invierno. En el caso de las osas,
el aumento de peso entre el nivel mínimo del verano y el nivel de la
hibernación llega, a menudo, al 70 %. Hay muchos mamíferos que hibernan, como
los mapaches, las mofetas, las marmotas canadienses, las ardillas listadas, los
hámsteres, los erizos y los murciélagos. La mayoría de los reptiles y los
anfibios pasan el invierno en la llamada brumación (un estado parecido
exteriormente a la hibernación, pero metabólicamente diferente), mientras que
los cocodrilos y los caimanes son capaces de sobrevivir en la estación oscura
sin alimentarse durante meses. Aparentemente, la hibernación es una reacción
desarrollada de tanto en tanto por todos los animales o por sus antepasados
evolutivos. Por consiguiente, es muy probable que nosotros, los seres humanos,
también tengamos un mecanismo de hibernación ancestral –parcialmente reprimido–
grabado en nuestro ADN.
Por lo tanto, surge la cuestión de si
los seres humanos, al igual que muchos otros mamíferos, reaccionamos con un
mecanismo de hibernación cuando nuestro nivel de D3 disminuye
(porque nuestra piel no recibe suficiente luz solar). En la estación fría, nos
suelen apetecer más los hidratos de carbono, ganamos peso y, a continuación,
nos deprimimos, de modo que bajamos nuestro ritmo vital y no derrochamos tanta
energía valiosa. ¿Es posible que la evolución nos ralentice haciendo enfermar a
nuestro cuerpo de un resfriado (que normalmente es inofensivo y contra el que
solemos ser inmunes en verano)? En invierno, puede tenernos en cama hasta una
semana, de modo que ahorramos más energía todavía. ¿Quizá intenta la evolución
ralentizarnos aún más a través de los dolores causados por la artritis, que nos
llevan a quedarnos en casa y a no consumir las reservas, posiblemente escasas,
de energía? Creo que estas preguntas pueden contestarse con un rotundo sí. (Una
explicación alternativa a la idea de que la evolución nos ralentiza mediante
dolores y molestias es que la evolución no nos repara completamente durante la
hibernación, sino solo hasta el punto de poder salir del paso. De esta manera,
el cuerpo puede ahorrar una serie de recursos críticos que necesitará para
afrontar posibles crisis futuras. Imagine que su cuerpo sabe que se encuentra
ante tres meses de escasez y usted se fractura un brazo. ¿Realmente va el
cuerpo a consumir todas las reservas de calcio para reparar totalmente su
brazo, o simplemente va a reconstruir el mínimo necesario para que funcione? ¿Y
qué pasa si se fractura el brazo por segunda o tercera vez durante los meses de
hambruna? ¿Dispondría su cuerpo de suficiente calcio almacenado para reparar
estas fracturas si ya ha consumido todo la primera vez?
El «síndrome de hibernación humano»
A partir de todos los hechos
mencionados, podemos extraer una conclusión: si la cantidad de vitamina D3
recibida no es suficiente, la evolución cuenta con la llegada próxima de
una escasez de recursos que durará todo el invierno, e intenta desencadenar una
fase de hibernación que perdura hasta la primavera y el regreso del sol
veraniego. Y si, una vez pasado el invierno, el cuerpo no se expone de nuevo al
sol, pronto padecerá una forma crónica del fenómeno de déficit que he
denominado «síndrome de hibernación humano».
El «síndrome de reparación incompleta»
Teniendo esto en cuenta, podemos
enunciar una teoría que explica las numerosas enfermedades y dolencias causadas
por un nivel bajo de vitamina D3: el «síndrome de reparación
incompleta». Este concepto (creado por mí) se basa en el hecho de que la
evolución ha ajustado nuestro cuerpo para que maneje cicateramente sus reservas
y las emplee de modo ahorrativo a la hora de curar lesiones, es decir, para
llevar a cabo únicamente los «trabajos de mantenimiento» imprescindibles. En
consecuencia, los procesos de reparación quedan incompletos y el mantenimiento
solo llega hasta el punto de permitirnos salir del paso. El cuerpo permanece en
este modo de funcionamiento hasta que recibe nuevamente la señal de la hormona
del sol, que le comunica que a partir de ese momento va a haber abundantes
recursos disponibles. Entonces puede deshacer las reparaciones incompletas y
los trabajos de mantenimiento ahorrativos para llevarlos a cabo de nuevo de
manera correcta, minuciosa y completa con todos los medios necesarios.
Este es, básicamente, el gran secreto.
Si usted –como la mayoría de las personas– tiene un nivel crónicamente bajo de
vitamina D3, durante todo el año, o quizá durante toda su vida, con
el tiempo padecerá depresión, obesidad y enfermedades. Su cuerpo irá mostrando
más y más lesiones que nunca se curaron del todo, y sufrirá problemas de
mantenimiento que nunca se subsanan completamente. Desde 1980, cuando los
médicos nos recomendaron por vez primera evitar el sol y utilizar cremas
solares con un alto factor de protección, una proporción cada vez mayor de la
población estadounidense padece adiposidad. También están aumentando otros
problemas de salud, como el autismo, el asma e incluso las peligrosas alergias
a los cacahuetes.
Es una breve exposición de mi teoría
que sienta las bases de libro Altas dosis. Vitamina D3 (la hormona del sol).